Chicas muy devaluadas
Foto: Newsweek
Por Julia Baird
A las protagonistas el botox se les subió a la cabeza y su egocentrismo pasó de lo divertido a lo insoportable.
¿No sería extraordinario si hubiese aunque más no fuera un personaje con sustancia en el desdibujado panteón femenino de Sex and the City? Empecé a fantasear con la idea de agregar una quinta mujer, inteligente e intrépida, después de ver a aquel cuarteto de Manhattan, alguna vez lleno de actitud, devenido en caricaturas de niñas ricas en la muy poco convincente “Sex and the City 2”, que se estrenará en la Argentina este jueves 3. Esta película marca el fin de la era en que “Sex and the City” fue culturalmente relevante. Se les corrió el rímel, se les quebró el taco y el Botox se les subió a la cabeza.
Me hubiera alcanzado con que un personaje cuya vida no gire en torno a sus propios deseos se hubiera incorporado a este vértigo de ostentación y alta costura para dejarles a sus seguidoras algún mensaje más allá de que envejecer es deprimente, el matrimonio es deprimente, los hijos son deprimentes, y quejarse de estas tres cosas sin parar es aburrido.
Es por esto que “Sex and the City” sigue siendo provocativa, pero ya no es subversiva. Cada capítulo de la serie se centraba en cuatro mujeres independientes, tres de las cuales amaban a los hombres pero no estaban interesadas en el matrimonio. Hablaban como nosotras; se reían como nosotras; tenían citas como nosotras; se equivocaban como nosotras; ahogaban sus penas en alcohol como nosotras y adoraban a sus amigas como nosotras. Y aunque eran bellas, exitosas y se vestían con grandes diseños, mujeres de cualquier clase y nacionalidad podían sentirse identificadas con sus logros y batallas. Desgraciadamente, sin embargo, en el salto de la pantalla chica a la grande, se convirtieron en algo muy distinto, mucho más parecido a un grupo de mujeres ricas y detestables cuyo egocentrismo pasó de lo divertido a lo insoportable. La fantasía se rompió en mil pedazos. Samantha, aterrorizada por perder su libido felina, se gasta toda la plata en Botox y cremas con hormonas. Charlotte se la pasa quejándose de lo fastidioso que es su segundo hijo y explota cuando el mayor le planta las manos pintadas de rojo sobre su vestido blanco vintage de marca (¿a quién se le ocurre hacer pasteles vestida de blanco?). Miranda odia su trabajo y abandona a su marido en la mitad de un beso para contestarle un mensaje de texto a su misógino jefe. Carrie y Big son simplemente desabridos y se pelean por clichés de la vida conyugal como, por ejemplo, si tener o no una tele en la habitación.
A fines de los ‘90, cuando la economía estaba en su apogeo y las mujeres postergaban casarse y tener hijos mucho más que cualquier generación anterior, la serie reflejó la ansiedad y el desenfado de las que se encontraban aún solteras a una edad en la que sus madres ya estaban despidiendo a sus hijos que iban a la universidad para luego ligarse las trompas. Las chicas de “Sex and the City” hicieron añicos un estigma pasado de moda. No eran solteronas desesperadas: eran atrevidas y glamorosas, y estaban en busca de la felicidad, el amor y el buen sexo. Eran guarras y provocadoras. Eran, también hay que decirlo, mujeres que trabajaban.
Y mientras la serie devolvía la dignidad a las mujeres, esta película se la quita. Todos los personajes están obsesionados con ellos mismos y viven en una burbuja. En lugar de desafiar estereotipos, los fortalecen. Peor aún: los excentricismos ‘simpáticos’ pasaron a ser bastante desagradables, incluso con atisbos de racismo. En épocas de prosperidad, nos podíamos identificar con la obsesión por los zapatos caros —los Manolo Blahnik ya fueron; ahora brillan las suelas rojas de Christian Louboutin— y hasta resultaba gracioso tomarse en broma la irresponsabilidad frente a las deudas por no poder decirle que no a un par de zapatos. En recesión, resulta obsceno.
Mientras intenta convencer a las chicas de ir a Abu Dhabi, el “nuevo Medio Oriente”, Samantha se queja de “esta economía de m....” y solloza: “Tenemos que ir a algún lugar de ricos”. Eso es lo que hacen, y no paran de maravillarse ante la opulencia de sus caras habitaciones palaciegas. Y así comienza esta seguidilla de vergüenza ajena mientras vemos a las ansiosas chicas de Manhattan intentando disfrutar en un país donde los maridos pueden golpear a sus mujeres impunemente. A los árabes se los representa como personas coléricas y castigadoras, y Samantha, quien se niega a vestir según las reglas del lugar, trata de luchar por la libertad sexual manoseando a hombres en restaurantes y agitando condones ante una multitud en un bazar.
La película toca algunos temas que sí importan: encontrar el verdadero yo y hacerlo valer, la discriminación laboral, cómo hacer que un matrimonio funcione y cómo seguir siendo una misma después de ser madre. Pero lo hace de manera torpe. Las quejas son trilladas y predecibles.
En general, la película es burguesa y poco estimulante. La digresión más interesante se da cuando Carrie y Big le cuentan a una pareja que conocen en un casamiento que decidieron no tener hijos. Este tema —la única parte de la película con alguna semblanza de rebelión, librepensamiento o falta de convencionalismo— no se retoma en ningún otro punto ni es analizado por el resto del grupo, lo cual es una lástima.
Una cosa que las chicas de Nueva York tienen en claro es el poder de una buena entrada en escena… y una buena salida. Carrie, Miranda, Charlotte y Samantha fueron íconos extraordinarios durante una década. Su entrada en escena fue formidable y magnética. Y ahora, cuando aún podemos recordar lo maravillosas que resultaron alguna vez y todavía aplaudir su poder de decisión, su osadía y su permanencia, llegó la hora de hacer mutis por el foro.
Publicado el 1 de Junio del 2010, en El Argentino.-
Publicado el 1 de Junio del 2010, en El Argentino.-
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